sábado, 6 de julio de 2013

Juanjo Conti

Bermellón

Entorné los ojos para enfocar y entender lo que estaba viendo. Dos puntos luminosos, uno arriba del otro. Luego el campo de visión se amplió y aparecieron unos números en el panorama. El reloj digital indicaba las dos y diez. Al costado, sobre la misma repisa, mis herramientas. Pinceles, lápices y la cuchilla con la que saco punta a esos lápices. Me desvestí de las sábanas usando las piernas y con un movimiento que a mi edad podría calificarse de ágil, dos segundos después, tenía los pies enfundados en las pantuflas de paño. Arrastré las suelas de goma por el atelier, tomé un pincel con la mano derecha y continué donde había dejado al caer rendido ante el ataque sorpresivo del sueño.

Mientras trabajo no puedo dejar de pensar en María. Ella duerme en la habitación, silenciosa. El camastro en el taller me permite trabajar durante la noche, tomando pequeñas siestas de media hora sin molestar a mi esposa. Cuando los primeros rayos de luz entran por la ventana, dejo todo y voy a dormir a su lado. Cuando me despierto al mediodía, ella ya está terminando alguna clase. Almorzamos juntos y vuelvo a trabajar.

Estoy convirtiendo una de las paredes del taller en un nuevo mural. Me gustan los murales. Huelen a inmensidad, a sin frontera. Para completar un mural uno tiene que dedicarle semanas, en oposición a un cuadro chico, tal vez una naturaleza muerta, que se puede completar en a lo sumo dos días. Gracias a esta cantidad de tiempo requerida por la obra es que se logra desarrollar una onda sensación de pertenencia. En ambos sentidos. En el más clásico, la obra te pertenece, puesto que la creaste. Pero en uno más metafísico, es la obra la que te empieza a poseer. Te pide más, dicta su desarrollo, expande sus límites. 

El mural en el que estoy trabajando ahora se llama Revuelta o tal vez termine llamándose distinto. Muchas personas se han juntado en una plaza a manifestarse. Llevan carteles y pancartas. Insignias y lemas. Rostros y banderas. Yo mismo me veo en la revuelta. Soy uno más y a la vez soy todos. Pinto horas enteras sin descansar. El olor a pintura fresca me llena y me vacía. Inflo mis pulmones y soy irrigado. A mi alrededor, el taller. Trapos sucios, latas, botellas. Olor a aguarrás y resinas. Pinceles y paños. Luces y sombras. Colores y engaños. La fuerza creadora me eleva. Y para materializar la metáfora me subo a un andamio y pinto la parte superior del mural. Puntas de lanzas que rasguñan el cielo. Gritos y plegarias que ascienden. Y ahí, desde arriba, escucho al gato de la vecina en la ventana. Maulla y araña el vidrio como queriendo entrar. No, ahora no puedo. No molestes, estoy trabajando. Pinto, delineo, coloreo. Ropa sucia, pinturas y otras obras. Todo, escenario de la actual concreción. El gato sigue maullando y me interrumpe. No ahora, no. No te puedo dar de comer. Sigo pintando. Amarillos, bermellón. Negros, grises y marrones. Hay fuego. Multitudes. El pueblo grita, se exalta, canta. Y yo soy su voz. Tengo que pintar para que puedan gritar, exaltarse, cantar. Si no pinto no existen. El gato sigue molestando, ahora con más insistencia. Mezclo lo que queda de naranja con bermellón sobre la tapa de una lata. Cargo el pincel y sigo. No puedo detenerme. Ahora son estallidos. Columnas de fuego y humo circundan la escena. La parte derecha del mural explota en una batalla campal entre el orden y los que se manifiestan. Yo soy su arsenal, el que le carga las armas, el que fabrica sus balas. Sin mí no tienen con qué disparar y la batalla está perdida. Siguen los estallidos y las explosiones. Amarillo, naranja, bermellón. Sigo pintando. Y el gato de la vecina golpea el cristal con sus uñas. Y aprieto el pomo de bermellón y ya no queda. Lo exprimo, lo estrujo, lo estrangulo. No salen más que las últimas gotas. Pero el mural no está terminado. Me pide más, me interpela, me exige. El pueblo me grita, me necesita. Están perdiendo la batalla. El fuego también me reclama. Y el gato vuelve a maullar. Y por primera vez lo miro. Lo miro a los ojos. Desde el andamio. Dos, tres metros elevado sobre el atelier. María duerme. Estiro el brazo y muevo el barral que abre la ventana. Y el gato entra. Corre. Entra corriendo y se para junto al platito que le hace a veces de comedor. Me bajo fatigado. Malhumorado. Quería seguir pintando, no ser interrumpido. El gato me mira, confiando que como siempre voy a abrir la bolsa de alimento balanceado. Sirvo una porción en el platito y lo dejo comer un rato. La cuchilla está al alcance de la mano y con un movimiento que a mi edad podría calificarse de ágil, dos segundos después, le separo la cabeza del cuerpo. Dejo la cabeza comiendo del platito y me llevo el resto arrastrado por la cola, chorreando gotas bermellón.


Juanjo Conti (Santa Fe capital)
blog: Juanjo Conti

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