La llorona
Cierta noche de
invierno, mamá y los otros llegaron a casa.
Por esos días
sentía que la noche no era la alfombra del día,
tal como tío Alberto
solía contar en sus emocionantes fábulas.
La infancia no
me alcanzaba para diferenciar lo efímero de lo eterno.
Entonces arribó
mamá sin previo aviso.
Los otros eran
cuatro o cinco durante el día, pero crecían en la noche.
No era extraño
recostarse con una centena y amanecer con un millar.
Era triste,
claro, pero era la única manera en que mamá podía ser feliz.
Son como mis
hijos pero etéreos, decía ingenuamente.
Los otros, en
cambio, despreciaban a mamá.
Ahí va “la
desgreñada”, susurraban a mis espaldas.
Ignoraban mis
diálogos matutinos con las paredes de casa.
Cuando osé
decirle a mamá lo que pensaban de ella, se enfadó.
Me mandó al
infierno ida y vuelta, y me lanzó uno de sus típicos adverbios de mar.
-Vete de casa,
niña, ya eres grande. Déjame sola con mi muerte.
Desde ese día y
hasta el fin de los tiempos, vivo llorando lágrimas truncas.
Leonardo Pez (Santa Fe)
e-mail: leonardopez@gmail.com
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