Miedo
El monstruo atacaba. Podía escuchar
los gruñidos y las uñas que rascaban la madera que sostenía al colchón.
Necesitaba enfrentarlo si no quería sucumbir ante sus garras. Había varia
formas, unas más sanguinarias que otras, pero evitarlo ya no era una opción.
Tenía que hacerlo, aunque peligro
siempre estuviera ahí. El espanto.
Si
encendía la luz, la sombra del terrorífico se escaparía por un extremo, donde
fuera visible su silueta; el contorno repugnante se definiría, al fin. Las
manchas de sangre se dejarían ver, reflejarían la luz y el horror que yacía
debajo de su cama. Destaparlo con la luz era demasiado arriesgado, sus ojos de
muerto petrificarían a cualquiera.
Podía esperar, que el tiempo se lo
llevara en sus aguas; el cauce del río arrastra todo hasta despellejar
cualquier memoria. Tal vez, pero el monstruo era aferrado a la vida y a su
sangre. Dejarlo al tiempo era también volverse pasiva y descubrirse, error que
no se podía permitir cometer.
El monstruo gemía. Intentaba golpear
la cama para atravesar los resortes y arrancar el corazón de su pecho, pero las
sábanas y colchas la blindaban de todo mal; así fue escrito y acordado hace
milenios.
Aunque eso no funcionaría por
siempre.
Tenía que dormir y lanzar a la suerte
su cuerpo, darle la oportunidad de penetrar las defensas. Ahí, cuando en su
mente creara y explotara mundos, el de abajo podía inundarlos de pesadillas y
hacer que su mente se suicidara antes de que ésta se uniera de nuevo con su
forma. La vigilia era la vida; el sueño, la muerte.
Aún lo evitaba.
Cerrar los ojos ayudaba un poco.
Poco.
El olor a carne podrida de él estaba
adherido a su ropa, a su cabello y a su piel.
No se iría, al menos que lo castigara de nuevo. Oía la lucha del
monstruo por alcanzarla. La sepulcral garganta de aquello que estaba debajo
suyo producía sonidos guturales que le congelaban la sangre. La llamaba por su
nombre. Y cada vez que lo hacía, ella sentía como si fuera desgastado, quebrado
y escupido.
El fin se acercaba para uno de los
dos.
Tendría que bajar de la cama,
hacerse vulnerable, mostrar los pies con la posibilidad de que una tenaza
aprisione y cercene uno. Palpó debajo de su almohada, buscando el cuchillo
ensangrentado. Tal vez lo usaría de nuevo. El Arma del Principio y el Fin.
De un salto voló desde la cama hasta
el piso. Sus pies se mancharon de rojo. Cerró los ojos, la punta del cuchillo
atravesó la carne, pero no hubo ningún alarido ni movimiento.
Miró.
El monstruo, descansando sobre un
mar de su propia sangre, por fin no se movía. La guerra estaba ganada, pronto
llegaría la descomposición, y con ello, el cadáver se uniría a la colección de
huesos apilados debajo de la cama, donde jamás se les ocurriría buscar a los
curiosos.
Enrique Urbina (México)
e-mail: quiqueuj@gmail.com
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