miércoles, 23 de octubre de 2013

Enrique Urbina

Miedo


El monstruo atacaba. Podía escuchar los gruñidos y las uñas que rascaban la madera que sostenía al colchón. Necesitaba enfrentarlo si no quería sucumbir ante sus garras. Había varia formas, unas más sanguinarias que otras, pero evitarlo ya no era una opción.
 Tenía que hacerlo, aunque peligro siempre estuviera ahí. El espanto.

Si encendía la luz, la sombra del terrorífico se escaparía por un extremo, donde fuera visible su silueta; el contorno repugnante se definiría, al fin. Las manchas de sangre se dejarían ver, reflejarían la luz y el horror que yacía debajo de su cama. Destaparlo con la luz era demasiado arriesgado, sus ojos de muerto petrificarían a cualquiera.
Podía esperar, que el tiempo se lo llevara en sus aguas; el cauce del río arrastra todo hasta despellejar cualquier memoria. Tal vez, pero el monstruo era aferrado a la vida y a su sangre. Dejarlo al tiempo era también volverse pasiva y descubrirse, error que no se podía permitir cometer.
           
El monstruo gemía. Intentaba golpear la cama para atravesar los resortes y arrancar el corazón de su pecho, pero las sábanas y colchas la blindaban de todo mal; así fue escrito y acordado hace milenios.
 Aunque eso no funcionaría por siempre.
Tenía que dormir y lanzar a la suerte su cuerpo, darle la oportunidad de penetrar las defensas. Ahí, cuando en su mente creara y explotara mundos, el de abajo podía inundarlos de pesadillas y hacer que su mente se suicidara antes de que ésta se uniera de nuevo con su forma. La vigilia era la vida; el sueño, la muerte.

Aún lo evitaba.
Cerrar los ojos ayudaba un poco. Poco.
El olor a carne podrida de él estaba adherido a su ropa, a su cabello y a su piel.  No se iría, al menos que lo castigara de nuevo. Oía la lucha del monstruo por alcanzarla. La sepulcral garganta de aquello que estaba debajo suyo producía sonidos guturales que le congelaban la sangre. La llamaba por su nombre. Y cada vez que lo hacía, ella sentía como si fuera desgastado, quebrado y escupido.
El fin se acercaba para uno de los dos.

Tendría que bajar de la cama, hacerse vulnerable, mostrar los pies con la posibilidad de que una tenaza aprisione y cercene uno. Palpó debajo de su almohada, buscando el cuchillo ensangrentado. Tal vez lo usaría de nuevo. El Arma del Principio y el Fin.
De un salto voló desde la cama hasta el piso. Sus pies se mancharon de rojo. Cerró los ojos, la punta del cuchillo atravesó la carne, pero no hubo ningún alarido ni movimiento.
Miró.

El monstruo, descansando sobre un mar de su propia sangre, por fin no se movía. La guerra estaba ganada, pronto llegaría la descomposición, y con ello, el cadáver se uniría a la colección de huesos apilados debajo de la cama, donde jamás se les ocurriría buscar a los curiosos.


Enrique Urbina (México)
e-mail: quiqueuj@gmail.com


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